Hannah Arendt (1906-1975).
Un punto central en la vida es construir la polis teniendo en cuenta
los intereses de los ciudadanos y sus gustos. Eso nos lleva al problema de
cuáles son las opiniones y los gustos de cada uno. La consideración de lo
bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo útil y lo inútil, influye en la actitud de
cada ciudadano frente a lo público. Ahora bien, ¿cómo puede el teórico
hablar de lo público si no tiene más que una perspectiva de los asuntos, la
suya propia? ¿Es eso suficiente? ¿Puede inferir los intereses de los demás
a partir de los suyos? ¿O puede mediante algún ingenio ponerse por un
instante en el lugar de los demás para contemplar lo que ellos ven? Aun
así, ¿podría también conocer los sentimientos, las ideas y las emociones
que les llegan a ellos cuando tratan de un asunto publico como los
impuestos, la guerra, las exportaciones o la elección de gobierno?
Arendt sí cree que sea posible. El bios theoreticos que fundamenta
la polis requiere que el pensador pueda contemplar los hechos teniendo en
cuenta las percepciones e ideas de sus conciudadanos. Si no, estaríamos
encerrados en la cárcel de la doxa u opinión individual. Todo sería doxa
que busca la fama y esconde siempre la intención de arrastrar a alguien
hacia nuestras ideas. La vida sería una sucesión de doxai, de opiniones
persuasivas que entran en pugna por su carácter excluyente e impositivo.
Es lo que Eric Voegelin llama la doximata, al referirse a este estado de
cosas que ha cultivado el siglo veinte.
Arendt cree en la habilidad humana para trascender esta limitación
del pensar. Pero no acepta que para ello se requiera empatía o capacidad
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para sentir los hechos públicos como si fuésemos otro ciudadano. Ese
cómo si queda fuera de su pensamiento. Arendt no cree que eso sea
aceptable. La empatía requiere una invasión del otro para adoptar su
propio lugar y empieza por aniquilar a ese otro que queda volatilizado en el
ensayo.
Empatía implica en realidad la fusión de dos personas; aunque la
fusión puede no ser física y moral, y limitarse sólo a un acto intelectual.
Aún así, revela un punto de partida misionero e invasor.
Por tanto, su idea de teorizar se apoya mejor en la idea del ser
ampliado (enlarged self). El individuo ha de ser capaz de entender lo que
siente o piensa otro conciudadano ante lo público porque todos somos
parecidos en una constitución física y anímica básica, somos miembros del
mismo género. Ni siquiera se precisa estar acompasados en nuestras
vidas por ser miembros de la misma cultura o raza, sino que nos debe
bastar el pertenecer a la misma especie. Como ha señalado Richard
Bernstein, refiriéndose a esta explicación de Arendt: “la mentalidad
ampliada (...) nos exige expandir nuestra imaginación para poder pensar
desde el punto de vista de los demás3
”. Es esa mentalidad ampliada la que
nos permite emitir juicios: “la capacidad de juicio es una habilidad política
específica en el propio sentido denotado por Kant, es decir, como habilidad
para ver cosas no sólo desde el punto de vista personal sino también
según la perspectiva de todos los que estén presentes”4
.
Es interesante la importancia que Arendt le da al juicio, a la
capacidad de juzgar que cada uno tiene en cada momento. En la obra
magna de su pensamiento Life of tne Mind, Arendt organiza su trabajo en
tres volúmenes y deja para el final el que iba a dedicar al juicio. Sabemos
lo esencial que era para ella esta función y la importancia que le daba en la
política a este segmento. Puede que tuviera razón al mantener que sólo
Kant y ella misma se habían atrevido a abordar el asunto de cara y con la
extensión que su importancia merecía. Montesquieu lo había señalado no
obstante como elemento central de su arquitectura. Aunque ya había
aparecido a su modo en la retórica como una de las maneras de la oratio.
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A este respecto Marco Fabio Quintiliano, el teórico político de la retórica,
afirmaba claramente que el orare podía ser de tres maneras: demostrativo,
deliberativo o judicial5
. Estos eran los modos de ejercer el decir, de hacer
política. En el ágora tales maneras se convertían en las tres maneras de
decir básicas que sustentaban la polis, la vida compleja y libre que la
ciudad promovía y favorecía maravillosamente.
Creo que sobre este punto cabe hacer alguna precisión, ya que
Hobbes también concluye que el juicio es esencial en la acción política, en
la commmonwealth; y cree que para llegar a tener un juicio sobre algo se
hace imprescindible tener en cuenta las enseñanzas de la ars retorica. El
prestigio del orador y la necesidad de convencer para trahere a los
conciudadanos a la verdad y a lo justo, se le hacen imprescindibles. No así
para las ciencias de la naturaleza.
Es cierto que Hobbes, al escribir De Cive, estaba en contra de la
scientia civilis y negaba la validez de sus enseñanzas para la construcción
de una ciencia de la política. Pero estas posiciones radicales fueron
revisadas después y dieron paso a otras muy diferentes, que son las que
alumbran Leviathan.
La producción de juicio por parte de los ciudadanos implica
siempre sensaciones personales; es decir requiere pasión. Y Hobbes no
solo lo admite sino que manifiesta claramente que tal ingrediente es
imprescindible. Está ahí, nos guste o no, y para bien o para mal. En cierto
modo coincide con Quintiliano, a quien había leído en latín6
. Quintiliano se
plantea la enseñanza de la política como la administración de un
antidotous7
que el maestro debe dispensar con prudencia y tiento a sus
alumnos. Hobbes también ve la enseñanza como un posible remedio
contra “oppinions which are gotten by Education”
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(opiniones obtenidas a
través de la educación).
El antídoto se da contra el error, la desviación interesada y el
engaño. El maestro ha de liberar a sus alumnos, pero éstos con frecuencia
no quieren salir. Cuando se le enseña a alguien algo que desconoce,
puede que la simple exposición de lo bueno o lo veraz ante sus ojos le
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permita aceptarlo. Pero ¿qué ocurre si ya lo tiene aprendido y mal
aprendido? ¿O si el aprender, como diría Machiavelli, nuevas formas y
maneras de vivir implica necesariamente desechar las que ya se practican
y se tienen bien asentadas? Si, como es lógico pensar, esas maneras de
vivir están en nosotros porque nos tranquilizan o simplemente porque nos
parecen buenas, ¿cómo aceptaremos otras que vienen a demostrarnos
que hemos sido necios, descuidados o ingenuos al vivir con las anteriores?
Teniendo en cuenta la omnipotencia del ser humano –léase en
términos morales, pride o soberbia–, es muy posible que se encuentren
fuertes resistencias a la verdad. Resistencia es una palabra política que
Sigmund Freud adoptó, como en tantas otras ocasiones, para su
vocabulario psicológico. Admitir nuevas explicaciones o nuevas realidades
es siempre controvertido. Por eso suele ser arriesgado para la integridad
de quien las postula. En este asunto la pasión está siempre presente. Por
mucho que el científico de la política se esfuerce por evitar la pasión, los
sentimientos aflorarán para tomar parte en el juicio que los nuevos
planteamientos del maestro suscitan. En el juicio siempre tendremos
afectos, gustos primarios que condicionan y sustentan el criterio estético:
el me gusta o no me gusta, el me encanta o me repugna; en fin, el me
entusiasma o me deja indiferente.
El modo judicial está en Hobbes valorado tan claramente como en
Arendt. El juicio es esencial para ser ciudadano, es parte central de la vida
política. Y el juicio democrático exige varias cosas: testigos libres y sin
miedo, sesión pública, elaboración lenta del proceso, posibilidad de
defensa asistida, ecuanimidad en el juez, tranquilidad en el transcurso de
las sesiones; o, si se prefiere, garantía contra la coerción, el arrebato o lo
conminatorio de las actitudes vigilantes. Es decir, respeto a la letargia.
Todo eso entra en la política que valora Hobbes y también en la política
que entiende hondamente Arendt. Aunque todo indica que Hannah Arendt
no tuvo conciencia de tener este valioso precedente en la tradición inglesa.

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